Por: Yonny Galindo Marín
yonnydg@gmail.com
El proteccionismo a los estudiantes está haciendo un gran daño al sistema educativo y atenta contra la calidad de la educación. Los mismos estudiantes se ven afectados por tanta conmiseración que se les prodiga, toda vez que la gran mayoría, al graduarse de bachiller, no pueden superar el filtro de una prueba de admisión interna en las universidades autónomas. Quienes tienen posibilidades económicas se inscriben en cursos vacacionales de física, química y matemáticas para poder superar las deficiencias de una mala preparación en bachillerato. Para los estudiantes es una carga onerosa acudir a medios externos para alcanzar las competencias que en el liceo no pudieron lograr, y para cualquier docente es vergonzoso que así haya sido, puesto que su responsabilidad y compromiso es que ellos las hubieren alcanzado.
El mal desempeño del docente en el manejo de los contenidos académicos es uno de los factores que inciden, pero ello se ve reforzado por disposiciones reglamentarias que existen para proteger la flojera y la irresponsabilidad.
Los estudiantes, al momento de entregarles la prueba ya están solicitando el 112 (artículo del viejo Reglamento que exige la repetición de la prueba con 25% de aplazados). No hay criterios para su aplicación. Las resoluciones que se han emitido, en ese sentido, son taxativas y determinantes, si un estudiante entrega la prueba en blanco, igual debe aplicársele de nuevo. Ello, por supuesto, termina convirtiéndose en una perversión del proceso, puesto que no distingue entre el que asistió a clases y por circunstancias no atribuibles a él no alcanza las competencias en determinados contenidos, y el que por flojera, desidia e irresponsabilidad no consigue lograrlo.
Ese “beneficio” vino a resolverles el problema de rendimiento a los estudiantes que no alcanzan las competencias por causas no imputables al profesor. En estos momentos no hay diferencias en el aula, la mayoría arrastra a una minoría, o/y viceversa, convirtiéndose el mal rendimiento académico no en una situación excepcional en el aula, sino en toda una rutina de la vida escolar.
Las pruebas que realiza anualmente el Centro de Investigaciones Culturales y Educativas (CICE) para evaluar el conocimiento integral de los liceístas han revelado que los adolescentes tienen muy poco dominio de los contenidos básicos. Eso es corroborable cuando los bachilleres van a solicitar un cupo en alguna universidad, así como cuando, luego ya inscritos, buscan avanzar.
En el orden psicológico, este proteccionismo no ayuda a sanear taras que traen los muchachos y que afectan su desempeño escolar; en el orden axiológico no permite valorar testimonios de esfuerzo, responsabilidades y compromisos estudiantiles, y en el orden de la justicia, evaluar igual al que se esforzó y tuvo resultados satisfactorios en la primera aplicación de la prueba, con el que no aprueba por distintas razones, la mayoría de ellas atribuibles a su irresponsabilidad, no es nada justo. Esta conmiseración es un indicador que pudiera estar haciendo mella en la calidad de nuestra educación.
Una pedagogía cuanto más amor lleva, cuantos más sacrificios y cumplimiento de responsabilidades exige. El docente está obligado a enamorar a sus muchachos para el compromiso y la responsabilidad consigo mismo, con su familia y con su nación. Cuando la lástima se convierte en un indicador de evaluación, estamos, entonces, más cerca de la antipedagogía.
Los derechos de los estudiantes se garantizan con un mayor nivel de desempeño de los docentes y unas condiciones ambientales y psicológicas propias de un buen sistema educativo.
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