Por: NELSON GUZMÁN
Cuando Colón avistó América no le quedó duda de su llegada a la tierra de gracia, este sentimiento se hizo más profundo en el navegante cuando tocó el Golfo de las Perlas. Las correrías de los españoles por los mares del Nuevo Mundo fueron incesantes. El corazón de estos hombres estuvo lleno de entusiasmo, de aventuras y también de indolencia hacia aquel mundo que el azar le puso en su camino. América no fue una tarea fácil para el colonizador, la resistencia indígena fue constante. El Nuevo Mundo había sido invadido y pisoteado por las ambiciones de la España imperial.
El español había llegado a América a ejercer la precariedad de sus conocimientos rupestres. Se encontró con culturas estructuradas sobre otros basamentos y visiones. La pólvora y la cruz impusieron la poca tolerancia y respeto hacia lo diferente. Se mancilló la dignidad de aquellos hombres que fraguaron en los ríos y en los mares el sacramento hacia las horas perdidas, supieron que estaban en el camino hacia el éxito individual. Los 500 años de Cumaná no son letra muerta, enfilan a festejar con hondo sentimiento nacionalista y de patria emancipada la síntesis dialéctica de una memoria colectiva protohistórica.
La monarquía española había iniciado sus viajes hacia ultramar. Los capitanes de aquellas empresas traían una psicología que condenaba a los grupos indígenas a la exclusión, el exterminio que padeció el nativo en los placeres perlíferos fue una práctica aborrecible. La conquista de América enfrentó varias disposiciones ante la vida: la filosofía de los reyes, las prácticas de los colonizadores, la concepción de los clérigos y la resistencia de los indígenas. Estos factores crearon una cultura multívoca. Los indígenas sobre sus propias trazas habían implantado un nuevo mundo. Los españoles –llegados de las mazmorras y de los dolores– buscaban el miasma original de la riqueza. Los capitanes de barcos de mares insondables aspiraban las vuecencias que podían conceder los privilegios.
500 años de la influencia de la cultura occidental luce interesante, estamos ante una argamasa que debemos sobar en silencio, debemos examinar escrupulosamente esos documentos perdidos que reposan en cajas desoladas en las casas de gobierno y de fe en Cumaná, allí está nuestra historia. Las fortalezas del estado Sucre sufrieron la desolación de haber sido bombardeadas por los corsarios. La guerra en el mar de las Antillas transcurrió en esta égloga que reseña la muerte y la orfandad de poblaciones que se fueron quedando calladas, hundidas y lapidadas por odios enfrentados.
Los piratas impusieron la dialéctica del saqueo, de la intrepidez, su único norte era mercadear en un mar plagado de peligros. Los cantos de sirenas emborrachaban las mentes de delirios, de la sed de los caminos volvían sedientas las bocas que degustaban el elixir de los purísimos vinos que llegaban desde España.
Los hombres vivieron en la diáspora de su lejanía, estaban lejos del lar, de las estrellas y de sí mismos. Les quedaban tan solo a aquellos hombres extrañados la aventura como camino, por las tardes se absorbía el vino seco y la añoranza de esperanzas postergadas. En sus dolores y en sus crímenes se fueron hundiendo aquellos hombres de lo insólito, se había trazado la ruta del caos.
Las islas caribeñas se fueron despoblando por el genocidio. Cubagua fue cuna de grandes sufrimientos, aquel pedazo de tierra emergida no conoció nunca la paz, un día el mar y la furia de las aguas dio al traste con aquel experimento que solo duró 45 años.
Cumaná, su golfo de Paria y la península de Araya conocieron de la violencia ancestral, los terremotos y el enfrentamiento de dos modos de vida distintos enfrentaron dos lógicas diferentes, se estaba dando nacimiento a Cumaná que es la ciudad de Andrés Eloy Blanco, de José Antonio Ramos Sucre, de Rondón Sotillo y de grandes músicos como Salvador Narciso Llamozas.
Cumaná se enfrenta en estos instantes a la refundación de su memoria, una pléyade de intelectuales sucrenses afrontan la necesidad de dirimir ante el tribunal de la historia lo acaecido. Los castillitos quedarían flotando en el brocal de la nada si no se alumbra sobre aquellas horas de tensiones donde Jácome Castellón edificó con cal y canto una fortaleza que debía proteger la ciudad de los piratas, pero que a la vez era el templo de cuido para Cubagua. El agua y las mercaderías serían custodiadas desde Cumaná. Sin embargo, muy abajo en el interior de los pantanos la ciudad era acechada por cataclismos que advendrían para lacerar y finiquitar una ciudad que ha renacido de su propio interior.
El indio Cumaná nos encadenó a nuestra identidad, nos reveló que no todas las almas son buenas. La fe pietista liquidó sin vacilar a una vieja civilidad que se conserva aún en los cumanagotos, en los chaimas en el rastreo de nuestros imaginarios. Sin embargo, evocando a nuestros amigos Ramón Badaracco, Hernán Márquez y Rommel Contreras sabemos que no todo está perdido, nos habita el mismo río, los castillos de Aguasanta, Araya y los vetustos templos demolidos por la furia telúrica de los sismos.
Cumaná es una sobreviviente de las fallas telúricas, en 1853 la ciudad fue sepultada una vez más. El batallón de soldados que marcharía a fortalecer la plaza de Maturín quedó tapiado, en el interior de esas 600 almas propulsaba el ideario de la autonomía. Las edificaciones rodaron por los suelos, el Teatro José Silverio González quedó extinto, igual el templo de Santo Domingo y la fortaleza de Aguasanta.
La memoria nos recuerda de la grieta que sufriera la ciudad que comenzó en 1515 con los poblamientos franciscanos y dominicos. El Fuerte de Nueva Toledo se construyó en 1523 y desplomó en un instante en 1530. Hasta ahora todo ha quedado en lo hipotético, sin embargo con la Academia de la Historia del estado Sucre se abre la posibilidad de explorar nuestras entrañas desde los documentos.
Maraguey habita como honda huella en los arcanos del tiempo histórico y antropológico de la ciudad. Cumaná es una función insondable de grupos humanos diversos y diferentes. La colonización fue cruenta y tenebrosa en el Caribe. Las perlas atraían a los españoles como aves de rapiña. El esclavismo es una institución que no podemos soslayar en esta larga historia. Las voces de hombres como Pedro de Córdoba y el padre Montesinos invocan un cristianismo verdaderamente de salvación del alma de los hombres.
500 años de una ciudad que ha sido atacada por los cuatro costados parecerían ser nada. La ciudad tiene una historia muy larga que debemos preservar y conmemorar con orgullo. Las reliquias históricas como la casa donde nació el Gran Mariscal de Ayacucho fueron demolidas, pero no hay dudas, Sucre vio la luz en la calle La Luneta, como lo revela su partida de bautismo. Cumaná es la primera ciudad fundada sobre tierra firme en América y esta condición de primogénita hay que conmemorarla y celebrarla.
El tropel de recuerdos de los cumaneses se acompaña de muestras indelebles como la Casa Fuerte de Cumaná, la cual debe ser urgentemente restaurada, es una de las tareas de la Academia de la Historia de Sucre elevar con justicia ante la Unesco la petición de declarar a Cumaná como patrimonio de la humanidad. En los anales de Cumaná estuvieron vinculados Fray Pedro de Córdoba, Antonio Montesinos y Fray Bartolomé de las Casas. Estos hombres estuvieron opuestos a la masacre de los indígenas y fueron motores importantísimos para la fundación y desarrollo de Nueva Toledo, de Nueva Andalucía y de la actual Cumaná. Las fundaciones no son solo situaciones de derecho, sino de hecho.
En la ciudad impasible aguarda silencioso el antiguo cementerio de Quetepe, allí fueron sepultados los restos de Bartolomé Bello, padre de Andrés Bello. Cumaná y Cubagua son un dúo riquísimo de la historia del oriente del país y de Venezuela. Hay que preservar las casas y calles no solo de la zona histórica, sino la de aquellas que fueron levantadas a comienzos del siglo XX.
La ciudad interior que llevamos por dentro ha sido cantada por Andrés Eloy y Ramos Sucre, por Agustín Fernández, por Vejez Núñez y por muchos otros, desde allí nos reclamamos en esta eternidad de los siglos.
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